domingo, 24 de noviembre de 2013

A por ello.


Se me ha olvidado cómo se empiezan las cosas. Las personas suelen tener problemas para acabarlas, pero yo veo los finales mucho más sencillos que los principios. Los hay decepcionantes y poco brillantes, pero qué más da. Nunca gustan. Profesores, alumnos, padres, letrados, abogados, barrenderos y camareras más simpáticas que guapas repiten y repetirán que este o aquel final estropeó  esta o aquella historia, ‘’no me gustó el final’’, ‘’al final le falta algo’’, una y otra vez.

Si la historia ha sido buena siempre quieren más, y si ha sido mala… bueno, supongo que esperan algo así como un milagro, un giro que, de repente, lo arregle todo. No lo entiendo.
Tampoco es que sepa cómo acabará este texto, al igual que no entiendo por qué ha empezado.  Pero no importa. Yo detesto los principios y las mitades tanto como los niños detestan irse temprano a la cama, que visto así, también es una clase de final que disgusta.

Y hablando de niños, me ha venido a la cabeza una vez. Punto. Una de tantas veces en las que intenté crear un principio.

El caso es que no tendría ni once años y era por la mañana. Estábamos en clase yo, mis libros y mi compañero de pupitre, que no lo era por casualidad. Lo cierto es que –por razones que debían ser evidentes pero que ahora se me escapan totalmente de las manos- estaba loca por aquel crío, y un mes antes de este día que ha irrumpido salvajemente en mi memoria, mi profesora había preguntado en clase quién estaba dispuesto a sentarse con él. Evidentemente, yo había alzado mi brazo con todo el disimulo del mundo (no)y él había asentido haciéndolo oficial: nos sentaríamos juntos todo el curso. Maldita la hora.
Como decía, un mes después de este momento, decidí dar un paso. Un paso muy inocente.
Necesitaba borrar y la goma más cercana era la suya, que estaba casualmente en el lado de su mesa que más lejos me quedaba. Y fue por eso que se me ocurrió que debido a la posición estratégica de su brazo en relación a la goma, podría cogerla y acariciarle la mano (como quien no quiere la cosa). 

No sé cómo, por qué, ni de dónde salió esa pizca de descaro que nada tenía que ver con quien era yo por aquel entonces.  Pero lo hice. Vaya si lo hice.

-        -   ¿Qué haces?

-        -   Coger la goma.
Respondí con toda la tranquilidad del mundo, y él no debió darle mayor importancia. Durante esa clase y las dos siguientes no escuché nada que no fuera mi propia voz gritando lo idiota que había sido.

Malditos principios.

Un año más tarde empezó a salir con una chica.  La chavala en cuestión no era fea, ni guapa. No vestía bien, ni mal. Y no se lavaba mucho el pelo, ni demasiado poco. Era nueva y solo destacaba por esto y por ser interesante. Bueno. Interesante.
Con el tiempo me di cuenta de que solo podía despertar el interés de mentes más que simples. Entonces regalé mi lápiz y empecé a utilizar bolígrafos. Me había cansado de borrar. Pero eso ya es otra historia.

Y este es el final de la mía o de la suya, que poco tiene que ver conmigo. ¿Decepcionante? 

Mmm, no me gusta este final. Creo que le falta algo.