jueves, 3 de febrero de 2011

Adiós corazón, adiós.

Me besó a sabiendas de que sería la última vez, y yo, tonto como siempre, quise perderme en su cabello rojizo y que aquel contacto fuese eterno, a sabiendas también de que no iba a serlo.
Sentí como su lengua se deslizaba por mis labios y noté como me desmoronaba poco a poco.
Ella era mi mundo, mi vida, la persona que había hecho que me replantease cada una de las ideas que yo tenía sobre esto a lo que llaman amor. Gracias a ella supe que jamás había amado a nadie, que la clave estaba en por quién se muere y no en por quién se mata.
Pero ahora nada de eso le importaba, ni eso ni la manera en la que sonreíamos al pasar horas tirados en la hierba, los atardeceres en la costa y el primer beso. Sin pararnos a pensar en el entorno, en lo adecuado y lo incorrecto, en lo coherente y lo considerado locura.
Simplemente nosotros, yo y ella cuando terminó ese beso.
Me acarició el pelo y después la mejilla con sus manos frías, intenté engañarme pensando que no quería irse y ella que me conocía más que nadie me susurró cuatro palabras. Para cuando terminó de pronunciar la última, una lágrima se hacía transeúnte de mi mejilla, como si quisiera adelantarse al resto, recordándonos a ambos el sufrimiento que me aguardaba.
Su última frase no mintió; Sabes que te quiero, pero fue tan cierta como dolorosa; pues no había nada en el mundo que me hiciese más daño que el saber que a ella también lo pasaría mal.
Y no necesitaba palabra alguna para saberlo, solo tenía que mirarla a los ojos, esos que jamás había visto llorar, ellos, siempre espejos del alma.
Se apartó un poco de mí con cuidado y enjugó aquella gota antes de que esta tomara la curva de mi cuello.
Entonces percibí el tono de la indecisión en su iris, por segunda vez en quince meses, así que me preparé para una reacción que no se produjo y disfruté de nuestra última mirada. Besó la piel húmeda de mi cara y yo hice un intento de sonreír para hacérselo más fácil.
Desenredó sus manos de mi cintura y se fue.
Me quedé allí, congelado como sus manos, recordando las ocasiones en las que ella me acariciaba con la yema de los dedos y cómo me estremecía cuando tocaba mi cálida piel.
Paseé por mi memoria reviviendo sensaciones que ya no volverían, como cuando se empeñaba en comer helado, aunque hiciesen dos grados bajo cero, y yo me moría de frío sin decir nada, disimulando en ocasiones los temblores para que ella pudiese continuar disfrutando de su momento.
Me di cuenta de que estaba inmóvil en el centro del parque y rodeado de viejecillas que charlaban animadamente sobre lo que yo  llevaba o dejaba de llevar.
Decidí que no tenía ánimo para moverme un solo centímetro, pero tampoco ganas de estallar allí, o lo que quiera que fuese a pasar.
Así que caminé hasta casa sin sentir mi cuerpo.
Me enteré de que estaba lloviendo cuando entré y mi madre comenzó a hablar sin detenerse siquiera para respirar cosas que podía oír pero no escuchar.
Entonces era algo más consciente de mi mismo pero no podía fijar mi atención en otra cosa que en cada paso que daba, se me hacía pesado cada movimiento y mi marcha me parecía cada vez más lenta.
Entré en mi cuarto y cerré la puerta. Me acosté boca arriba en la cama, eso sí, con la inseparable compañía de aquel bolígrafo que tantas alegrías y penas había contado y el nuevo protagonista de mi vida.
Por suerte o por desgracia, mi estilográfico y el señor dolor se fundieron en una especie de simbiosis que se transformó, más o menos, en esto que lees ahora.

3 comentarios:

Sara dijo...

Me gusta tu blog, te sigo :D!
Aqui te dejo el mio, espero que te guste linda
http://foreveryoung124.blogspot.com/
Besitos !

Sofía López dijo...

me gusta el blog
te sigo(L)
http://iiimpossibleisnothing.blogspot.com/

Alicia ϔ. dijo...

gracias a las dos, me pasaré por los vuestros ^^